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«La Hora de la Madera…, así se llamaba la hora más apacible de la velada, cuando se echaban gruesos troncos de madera a la chimenea y se encendían las pipas, cuando los vinos espesos como la sangre desplegaban sus aromas en copas panzudas y los Maestros Lectores comenzaban sus actuaciones. Se abrían viejos infolios y primeras ediciones con la tinta fresca, y los oyentes se acercaban para oír cómo se declamaba lo conocido y lo osado, ensayo o relato, fragmentos de novela o correspondencia, poesía o prosa.
Los Maestros Lectores pertenecían a un gremio que existía hacía cientos de años, con reglas y disposiciones meticulosas y duros exámenes de ingreso. Quien leía como profesional había pasado por una escuela severa y dominaba su oficio. Sus voces se elevaban sin esfuerzo hasta el más alto soprano o se precipitaban al bajo más profundo cuando el texto lo requería. Leían a primera vista como ruiseñores, aullaban como hombres-lobo, bufaban como gatos monteses y silbaban como espíritus, podían atemorizar profundamente a su público o provocarle carcajadas histéricas.» (…)
De “LA CIUDAD DE LOS LIBROS SOÑADORES”, de Walter Moers